FRANCISCO, UN PAPA REVOLUCIONARIO Y HUMANO.


Es inevitable hablar del Papa Francisco, y quiero comentarles que recuerdo aquel marzo del 2013. Miraba por televisión su elección, el humo blanco, la Plaza de San Pedro llena de gente, y una alegría global que me resultaba ajena, casi desconcertante. El mundo parecía celebrar como si un cambio profundo estuviera ocurriendo en el corazón mismo de una institución milenaria. Yo, un católico a mi manera, más bien alejado de la iglesia, de esos que solo van a misa muy de vez en cuando, con suerte para algún bautizo, no entendía la magnitud del festejo. ¿Un nuevo Papa? Sí, pero la reacción parecía desmedida. ¿Por qué tanta euforia?, me preguntaba con un escepticismo casi cínico.


Pronto empezaron a llamarlo el Papa de los pobres. Un título que sonaba a eslogan, pero que Francisco se empeñó en convertir en carne y hueso. Y ahí, creo, empezó mi propio deshielo. Porque tal como anunciaban los titulares, su camino no se trazó entre los mármoles del vaticano, sino en las periferias del dolor y el olvido. Empezó a ir allí donde nadie quería estar: visitando cárceles y lavando los pies a reclusos, abrazando a enfermos en hospitales olvidados, caminando entre refugiados que el mundo prefería ignorar. No eran gestos para la foto; era una declaración de principios hecha con los pies en el barro.


Francisco no llegó para administrar la Iglesia como una empresa en piloto automático. Llegó, o al menos eso sentí y siento, para recordarnos su esencia más radical y humana. Se atrevió a señalar las llagas del mundo con una claridad que incomoda. Criticó sin eufemismos un sistema económico que mata, ese neoliberalismo salvaje que descarta vidas como si fueran excedentes de producción. Denunció la "globalización de la indiferencia" y nos llamó a cuidar nuestra "casa común", el planeta Tierra, con una encíclica, Laudato Si, que trascendió lo religioso para convertirse en un manifiesto ético universal.


¿Y quién puede olvidar su llamado a los jóvenes en la Jornada Mundial de la Juventud? "¡Hagan lío!" les decía. No era una invitación al caos por el caos, sino una exhortación vibrante a no ser espectadores pasivos, a cuestionar, a transformar, a llevar la fe y la justicia a las calles, a sacudir las estructuras rígidas, incluso dentro de la propia Iglesia. Era un Papa diciendo: No se conformen, no se callen, involúcrense.


Intentó modernizar la Iglesia, o al menos sacudir sus cimientos más rígidos. Abrió puertas, quizá no todas las que algunos quisiéramos, pero las abrió. Dio un protagonismo inédito a las mujeres en ciertos espacios eclesiásticos, aunque la deuda histórica siga pendiente. Endureció, como nunca antes, la postura frente al horror de la pederastia clerical, buscando romper el pacto de silencio, aunque la herida siga supurando y exigiendo más. Protegió o intentó proteger a minorías, habló de acoger al diferente, al que no encaja en el molde.


Y lo hizo sin titubear en sus convicciones fundamentales. Mantuvo su postura firme en temas doctrinales, pero su énfasis siempre estuvo en la misericordia, en la acogida, en el amor práctico por encima de la condena fácil. Eso, en un mundo polarizado y en una institución con siglos de rigidez, es profundamente revolucionario.


Hoy, casi doce años después de aquel marzo de 2013, empiezo a entender qué celebraba el mundo. Aquella alegría no era solo por un nuevo Papa, sino por la sensación, quizás de la esperanza, de que uno de los nuestros, alguien que hablaba el lenguaje de la calle, que entendía el dolor del pueblo y que no temía ensuciarse las manos ni la sotana, había llegado al Vaticano. Alguien dispuesto a usar ese poder no para perpetuarlo, sino para señalar otro camino. Se sintió como si la Iglesia, por un momento, bajara del pedestal y se pusiera a caminar junto a la gente común.


El pueblo, dicen, nunca se equivoca del todo en sus intuiciones profundas. Y la intuición aquel día era que algo distinto estaba naciendo. Ojalá ese cambio, esa brisa fresca de humanidad y compromiso con los últimos, sea duradero, que eche raíces profundas más allá de su pontificado.


La tradición dicta que, cuando llegue el momento final de un Papa, se le desee que descanse en paz. Pero si soy sincero conmigo mismo, con Francisco siento algo distinto. Espero, casi egoístamente, que él no descanse del todo. Que su espíritu inquieto siga haciendo lío desde donde esté. Que siga trabajando, influyendo, inspirando a todos aquellos que ahora siguen su camino, intentando continuar las múltiples tareas que él empezó y que aún están clamorosamente pendientes. Que su ejemplo siga siendo esa voz incómoda y necesaria que nos impide caer en la indiferencia. Porque el mundo, y claro, también la Iglesia, necesita desesperadamente seguir escuchando esa voz.


Hoy, mientras el mundo llora su partida, me uno al clamor universal con la certeza de que su mensaje trascenderá el tiempo. Porque cuando un hombre camina con los olvidados, defiende la creación y se planta frente a los poderosos, ya no es solo un líder religioso: es una luz que ilumina el camino de la humanidad. Y esa luz, la luz de Francisco, seguirá brillando mucho más después de su partida. 

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