Pepe Mujica, el último presidente con tierra en las uñas y cielo en la mirada


Hay hombres que dejan este mundo como una vela que se apaga en la madrugada: sin estruendo, sin aspavientos, pero dejando una luz tibia flotando en el aire. Hoy, esa luz lleva el nombre de José “Pepe” Mujica.


No fue un estadista de catálogo ni un revolucionario de merchandising. Mujica fue —y seguirá siendo en la memoria— una rara especie: el político que no se dejó devorar por la política. En un tiempo donde la humildad cotiza menos que el cinismo y los discursos se escriben con algoritmos, él se mantuvo firme como una semilla terca en un campo de cemento. Había en su voz algo que no se puede fingir: verdad. Y en sus silencios, aún más.


Exguerrillero tupamaro, prisionero por más de una década en condiciones inhumanas, presidente del Uruguay con un escarabajo azul como único lujo y una chacra modesta como residencia oficial, Mujica vivió como predicó. Es decir, al revés del manual contemporáneo. Lo suyo no fue una pose, fue una postura. No coleccionó poder, sino coherencia. No habló de la pobreza, la conoció por dentro. No soñó con un mundo mejor para adornar campañas, sino para vivirlo en carne propia, como quien cuida un huerto sabiendo que no todos verán sus frutos.


Su legado no está escrito en tratados ni se mide en PIB. Está en los ojos de quienes lo escucharon decir que "el poder no cambia a las personas, solo revela quiénes son". Está en las manos callosas de los que labran la tierra y sintieron que, por una vez, alguien los representaba sin necesidad de corbata ni promesas de cartón.


Pepe Mujica fue una antítesis ambulante: austero pero influyente, duro como el surco pero tierno como el brote. En un mundo que idolatra el tener, él defendía el ser. Mientras otros acumulan rolex, él hablaba del tiempo como un bien sagrado que no se puede comprar. Fue, en esencia, un sabio vestido de campesino, un filósofo sin biblioteca, un líder que no quiso seguidores sino ciudadanos despiertos.


Y entre todas sus batallas, hubo una compañía que nunca abandonó el frente: Lucía Topolansky, su compañera de vida, de lucha y de sueños. No hablaba de ella como quien presume, sino como quien agradece. Su amor por Lucía era de esos que no necesitan estridencias, porque se expresa con la mirada compartida tras años de resistencia, con el mate a medias en la mañana, con la complicidad de quienes han enfrentado la muerte y han decidido, juntos, seguir apostando por la vida. Mujica amó con la misma terquedad con la que militó: sin pausa, sin adornos, con todo.


Y ahora que se ha ido —aunque parte de él se quede entre nosotros— el aire se siente un poco más rancio, más frío. Porque con Mujica se va también la esperanza de que la política no sea siempre una tragicomedia de intereses, sino, a veces, una forma elevada de amor.


Nos queda su voz, sus palabras, su ejemplo. Y esa frase suya, que ya es epitafio y semilla: “No venimos al mundo solo a acumular cosas, venimos a vivir la vida con sentido.”


Gracias por recordarnos eso, viejo sabio. Que la tierra te sea leve, aunque sabemos que la llevabas en el alma desde siempre.

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